domingo, 14 de diciembre de 2008

La Adoración de los Santos Reyes


Que demás de las alaxas con que tengo dotada dicha mi capilla, ahora la tengo dotada de nuevamente con un cuadro muy grande de la Adoración de los Santos Reyes y otros más pequeños de San Juan Bautista y San Antonio de Padua, con una lámina de San Antonio Abad y una lámpara de plata de hasta cuarenta y cinco onzas que es hechura de Nápoles.
Antonio de la Torre, 1700.

LA OBRA.
La Adoración de los Santos Reyes es una pintura de caballete en gran formato (255X180cm.), realizada con técnica de óleo sobre lienzo y conservada en la iglesia de El Salvador de La Roda. Está firmada en el ángulo inferior izquierdo Jordanus, autógrafo de Lucas Jordán, que debió ejecutarla durante su etapa napolitana –hacia 1675- por encargo del militar rodense D. Antonio de la Torre Alarcón, quien prestó sus servicios como gobernador de La Frágola en la referida ciudad italiana.
El cuadro es una típica interpretación barroca de la Epifanía, con abundancia de anecdotario y heterogénea escenografía. El tema se desplaza premeditadamente hacia la izquierda del espectador para introducir como contrapunto un paisaje brumoso que resalta la profundidad del lienzo y junto con el esfumado de los rostros en segundo plano acentúan el volumen de los personajes principales: María presentando el Niño a los Reyes que adoptan una posición distinta de respeto. Sendas diagonales convergen en el rostro de la Virgen que sirve de foco de luz al círculo –símbolo de perfección- que forman Gaspar, Melchor y ella misma enmarcando a Jesús y a otro mayor que incluye a la derecha del lienzo a Baltasar y los pajes. La pincelada es ágil pero muy precisa, especialmente en los rostros y detalles, lo que podría revelar una ejecución de taller. Aunque predominan los tonos pardos y violáceos, la paleta es muy amplia, persiguiendo los efectos preciosistas y teatrales propios del Barroco Pleno. No obstante, como hemos descrito, la composición y las arquitecturas mantienen un cierto clasicismo adquirido quizá durante el periplo del pintor por Roma, Venecia y Florencia, antes de 1665.
LA ICONOGRAFÍA.
El tema de la Adoración de los Reyes Magos ha sido uno de los más recurrentes del arte cristiano casi desde sus orígenes. Su carácter amable y el sentido doctrinal que lleva implícito, el poder terrenal que se inclina ante el Salvador celestial, lo convierten en uno de los favoritos entre la cristología, en especial a partir del Renacimiento, como síntesis perfecta de la delicadeza de las madonas y la exaltación del poder de la Iglesia frente al de las monarquías emergentes.
No obstante, su interpretación ha ido variando con el tiempo hasta configurar una iconografía bastante convencional y, sin embargo, muy alejada de sus orígenes. Al principio los Reyes Magos eran simples astrólogos que leían el futuro en las estrellas. Los evangelios ni siquiera los tildan de soberanos, aunque se quisiera destacar la dignidad de los visitantes para ensalzar la personalidad del recién nacido. Su número tampoco se especifica en los textos bíblicos, siendo variable a lo largo del tiempo: dos, cuatro e incluso doce, en relación con las doce tribus de Israel o los doce apóstoles. Acabó por prevalecer el tres por un simple interés relacional: se mencionan tres regalos, por lo que se deduce que fueron tres los donantes; además, dicho número servía para transformar a los magos en representantes de las tres edades de María y en delegados de las tres partes del mundo conocido por entonces: Asia, África y Europa, con sus tres razas.
Tampoco los reyes tenían nombre. Fue en el siglo IX cuando aparecieron por primera vez los celebrados Melchor, Gaspar y Baltasar que han permanecido en el tiempo, aunque con modificaciones en su orden y reparto de funciones. En un primer momento eran uniformes e intercambiables, e incluso vestían del mismo modo. Con el tiempo, Gaspar se representaría como un joven, Baltasar como un hombre maduro y Melchor como un anciano, en alusión a las edades del hombre. A partir del siglo XV se introdujo paulatinamente la figura del rey negro asociado al personaje de Baltasar e intercambiando su rol con Gaspar, consolidándose desde entonces como iconografía tradicional del tema.
EL AUTOR.
Hijo de un modesto pintor, Luca Giordano (castellanizado como Lucas Jordán) nació en Nápoles el 18 de octubre de 1634. Tras aprender los rudimentos de la pintura con su padre Antonio, pasó a formar parte del taller de José de Ribera, el más importante del momento en la ciudad del Vesubio. Tras la muerte del Spagnoletto en 1651, visitó otras ciudades de Italia, ampliando su formación artística y evolucionando estilísticamente desde el tenebrismo inicial hacia un mayor clasicismo. En 1665 regresó a su ciudad natal convertido en pintor de prestigio, llevando a cabo numerosos encargos entre los cuales estaría también el cuadro que nos ocupa. En ellos es ya patente su estilo maduro, de profusa escenografía dramática y gran opulencia formal no exentas de un cierto rigorismo académico, en la línea del Pleno Barroco italiano inaugurado por Pietro da Cortona.
Su gran popularidad propició el requerimiento por parte del rey de España, Carlos II, para decorar las bóvedas del monasterio de San Lorenzo del Escorial en 1692 y convertirse en pintor de Corte. Tras la muerte del monarca y el estallido de la Guerra de Sucesión regresó nuevamente a Nápoles, donde completaría todavía numerosos encargos, lo que le valdría el calificativo de Luca fa presto. Murió en su ciudad natal en 1705.
EL MECENAS.
El Capitán de Caballos Antonio de la Torre Alarcón fue el mentor de la obra y quien trajo el cuadro desde Nápoles para ornamentar su capilla privada en El Salvador a finales del siglo XVII. Había nacido en La Roda en 1630, entregándose al servicio de la armas por ascendencia familiar. Alcanzó el título de Teniente de Ayudante de Campo de D. Fernando Fajardo y Álvarez de Toledo, Marqués de los Vélez, a la sazón Virrey de Nápoles, quien le nombró asimismo Camarero Personal y Gobernador de La Fragola. Tras su regreso a España en 1683, se le otorgó el título de Alcaide de la fortaleza y castillo de Alhama, pasando a formar parte del Consejo Real.
De vuelta a la villa, fundó un patronato entre cuyos bienes destaca la capilla funeraria financiada por él en la parroquial bajo la advocación de San Antonio de Padua. Se trata de la más tardía de las siete que acoge la iglesia, aunque se sitúa junto a la cabecera plana en el lateral del evangelio. Debió construirse tras su llegada, probablemente por Jerónimo Carrión y Blas Chaparro, los entonces maestros de obra. Es de planta cuadrada exacta y se abre a la basílica mediante un generoso arco de medio punto. Está cubierta por una cúpula ciega, recibiendo la luz de una ventana rectangular que se encuentra en la pared frontal; bajo ésta se dispone el escudo de armas de la familia La Torre con leyenda de la fundación del patronato y muerte del donante: 15 de octubre de 1701.
Fue en esta capilla donde estuvo ubicado originalmente el cuadro junto con otros objetos artísticos y sagrados a los que hace referencia un protocolo notarial de 1686, algunos de los cuales todavía existen, y las reliquias de los Santos Floro y Clemencia conservadas en sendas urnas de ébano.
LA RESTAURACIÓN.
El lienzo sufrió daños importantes durante la Guerra Civil, siendo escondido en la cámara de la casa parroquial para su salvaguardia. Allí fue encontrado años después muy deteriorado, iniciándose entonces los contactos con la Dirección General de Bellas Artes para conseguir su recuperación. El 11 de mayo de 1967 fue llevado al entonces Instituto de Conservación y Restauración de Obras de Arte (I.C.R.O.A.) de Madrid, fragmentado en cinco bandas horizontales y habiendo perdido 23 centímetros de alto.
Según el informe técnico, el proceso de restauración fue muy laborioso debido a las dimensiones del cuadro y a su pésimo estado de conservación. Diecisiete años después regresaba a la iglesia de El Salvador, siendo reubicado en la pared derecha de la capilla de San Antonio y posteriormente trasladado a la capilla del Carmen, donde se puede admirar en la actualidad.

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