miércoles, 11 de febrero de 2009

LA RUINA ES BELLA



Desconozco si el famoso modisto gallego se inspiró en John Ruskin cuando decidió utilizar la célebre frase “la arruga es bella” como carta de presentación de su estilo de ropa. Pero, si aplicamos en sentido metafórico este axioma para referirnos a un monumento, convendremos que está muy próximo a las ideas del inglés, teórico del arte, sobre el valor de la ruina y el concepto de lo bello; la arruga es el epítome de aquélla y al igual que las pieles ajadas por el tiempo, posee el valor de lo histórico, es única y mudable.

La consideración de la ruina en su sentido plástico se remonta al siglo XVIII y al redescubrimiento arqueológico de la antigüedad clásica a partir de los hallazgos de Pompeya y Herculano, y los capricci del arquitecto y grabador italiano Juan Bautista Piranesi. Mientras para muchos los testimonios del pasado esplendoroso de Roma debían entenderse como el punto de partida en el desarrollo de un arte reconstructivo basado en la imitación, el neoclasicismo, otros optaron por aproximarse de puntillas a lo remoto a través de una mirada romántica, plena de recuerdos y ensoñación. El juicio estético propuesto por Kant introducía además el componente subjetivo en la apreciación de lo bello -huyendo del rigorismo matemático- al servicio de un gusto que posibilitaba no sólo la representación sino la redención de lo feo, lo decrépito o lo deforme, en definitiva, lo ruinoso, que a través del arte podía ser transformado en algo sublime.

No es casual, por tanto, que la estética de lo sublime –entendida como expresión última de lo humano- preceda y conviva con el romanticismo, se manifieste como reacción espontánea ante la naturaleza arrebatadora e incontrolada y vaya acompañada por un nuevo sentido de la belleza y una sensibilidad especial hacia la ruina. Ésta, como evidencia de lo imperfecto, se constituía así en ideal del modelo artístico moderno, indecoroso y poético; horrible, en la dimensión más académica del término, y, sin embargo, arrebatadoramente bello. Schelling lo resume en su opúsculo Sobre lo patético, afirmando que la finalidad última del arte es “la representación de lo suprasensible” a través del pathós y la naturaleza doliente. Por eso, durante buena parte del siglo XIX, y la Revolución Industrial no hizo sino reafirmar esta idea, la ruina constituyó la obra de arte en estado puro, la que expresaba de manera sencilla y precisa el sentimiento trágico del genio. En definitiva, el nexo entre el hombre y la naturaleza; nacida de aquél y modelada por ésta en un sutil desequilibrio sobre la gestación del arte y la belleza:
“La naturaleza es bella cuando al mismo tiempo parece ser arte”.

La frase de Kant supeditaba el contenido al continente artístico, subvirtiendo completamente el ideario clásico, entumecido y cubierto de vegetación. La cualidad de la belleza dejaba de ser pertenencia de las características intrínsecas de la obra para convertirse en la capacidad de reflexión que ésta generaba. Antes que él, Lessing ya había apuntado en ese mismo sentido al afirmar que sólo la dimensión estética del arte es capaz de convertir la tristeza en placer.

La exaltación de la ruina, frente al goce acartonado de los decrépitos jardines ilustrados de Hubert Robert, surgía entonces de una dimensión heroica que ejemplificaba la desobediencia al arte reflexivo y canónico que asesinase Hegel. Sólo ella representaba la verdadera espiritualidad, la que nacía de la introspección y del medievo, la tabla de salvación para el nuevo hombre; la dimensión que le separaba de Dios en los lienzos de Caspar Friedrich o Gutav Carus.

Por eso, la tecnología fabril impulsó como bautismo creativo la grosera idea del “revival”, el medio más eficaz para acabar con la ruina y, lo que es peor, para construir su propio ideal de belleza, embarrotado y plano. Y lo sublime se transformó en pintoresco. Y la ruina en objeto de restauración. De ahí que algunos como John Ruskin defendieran la condición mortal del monumento; un ciclo que, como en cualquier otro ser vivo, posee principio y fin:
Su última hora sonará finalmente; pero que suene abierta y francamente, que ninguna institución deshonrosa y falsa venga a privarla de los honores fúnebres del recuerdo”. John Ruskin: Las siete lámparas de la arquitectura (1849).

No se interpreten mis palabras como un alegato en contra de la restauración, mas a favor de su carácter mesurado y científico; tampoco en defensa de la ruina que procede del desconocimiento, el expolio, la desaprensión y la desidia, y no del monótono transcurrir del tiempo...

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